sábado, 18 de junio de 2011

MI VIEJO MARAVILLOSO ...

Dentro de un rato comienza el día del padre. Hace tres meses, se cumplieron dieciséis años en que una tarde después de almorzar juntos, me vinieron a decir que había fallecido. No lo podía creer, habían pasado nada más que dos horas desde que lo había dejado preparándose para irse a dormir su siesta de los domingos. Cuando llegué a su casa, más allá de la desesperación de mi vieja, me senté a su lado en la cama donde estaba recostado le tomé la mano y lo llamé, como si quisiera despertarlo de su siesta. Todavía hoy cuando lo recuerdo no entiendo porque hice tamaña cosa, quizá haya sido que cuando tuve su mano y ví en su rostro una mueca que era una tenue sonrisa, pensé que estaba jorobando como hacía siempre con sus bromas permanentes para todo y a todos. Pero no era una broma. Quizá haya sido el haberse liberado de tanto dolor. El dolor de haber perdido a sus hijo menor y a su nuera  asesinados por los milicos. El haber vivido la incertidumbre de no saber donde estaba y si volvería su hijo mayor secuestrado, como después haberlo tenido que ir a ver a la cárcel. Su corazón partido por tanto dolor, diecisiete años antes de ese doce de marzo de mil novecientos noventa y cinco, dijo basta. Se llamaba Tomás Eduardo. De él me queda su tranquilidad para todo, pero también su firmeza y su resistencia al abuso familiar y como laburante, del que fue víctima toda su vida pero no dijo una palabra de queja, sin embargo nunca cedió un paso. Me dejó su humor, siempre presente y practicante, que quizá como a mí en medio de tanto dolor lo ayudó a seguir y resistir. Su bondad y amor por su nieto. Recuerdo que ese día que se durmió casi sonriendo, le dije a mi hijo que lo llóró desconsoladamente, que lo importante era que el recordara cuanto lo había querido su abuelo. Fana de los Chivos de Liniers, solíamos acompañarnos a la cancha. Si los Chivos eran locales y Olimpo iba de visitante, yo lo acompañaba y solía divertirme mucho porque todos los veteranos como él, que se conocían desde la juventud, me gastaban todo el partido. Cuando Olimpo era local y los Chivos iban de visitante, el venía conmigo y gritaba los goles como un hincha más cosa que me daba mucha ternura. Alguien me dijo el día que lo velábamos, que tenía el corazón mitad a rayas negras y blancas, y mitad a rayas negras y amarillas. Lo recuerdo también cuando éramos chicos, que el marchaba a ganarse un manguito más en la cosecha, y no lo veíamos un mes entero. Su mayor satisfacción en los últimos años era tomarse un buen vino, y comerse algún plato especial (por ejemplo un guisito de bacalao) que le exigía a mi vieja una vez por semana, y que ella lo hacía entre rezongos pero que después me contaba riéndose, la cara de pibe feliz que tenía.
Tantas cosas tendría para recordarlo en este día. Nunca lo escuché gritar. Enojarse muchas veces sí, pero nunca levantarnos la mano.
Tomasito querido, papá, hoy te extraño mucho a pesar de que siempre te extrañe estos dieciséis años, pero hoy es como distinto. Debe ser que hoy las cosas van un poco mejor en la Patria, y hubiera sido bueno que lo disfrutaras. Vos que el día que volví de la cárcel, me mostraste que tu negación por la política años antes había cambiado tanto que hablabas como el más militante, y que cuando vino la etapa de los juicios en el 85 me dijiste con la mano en el hombro: “ahora hay que hacer justicia”.
Sabes Tomasito querido, estamos por empezar eso que vos no pudiste ver, pero lo vamos a hacer, por vos y por todos los que no llegaron después de años con el dolor a cuestas. Te quiero viejo querido.

Dardo

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